viernes, 25 de enero de 2013

Yo, escritor.

     La pluma pulsaba y latía en la mano del joven escribano. Con sus ojos recorría el pergamino de borde a borde. Intentaba escribir con ellos antes de hacerlo con la pluma. No era igual de efectivo, pero ayudaba a calamar los nervios que ejercían las miradas de los cuatro jueces. Ellos, siendo seres con mucha más antigüedad que la que cualquier humano pudiera contar, no miraban con ojos. Su manera de ver provenía por otros métodos que el escritor aun no definía bien. Lo único que las capuchas que usaban estos jueces dejaban a la vista era la clara falta de estos ojos, todo lo otro estaba perfectamente escondido tras de ellas. 
  
     El momento de empezar no estaba lejos. Apretó la pluma fuerte con su mano. Los latidos se hacían más potentes, como si estuviera rechazando el agarre del joven. Escribir con una pluma que se rechaza a hacerlo no es nada cómodo, menos bajo la situación en la que se encontraba. Él era el concursante final de diez que iniciaron juntos en esta secreta tradición. Las reglas siempre han sido claras para todos los escritores que han participado a través de los milenios: Todos escriben, los jueces leen, si el resultado era de su parecer el escritor vive, si no el escritor muere. Incluso para él, el último de los diez, estas reglas aplicaban en su totalidad. Si su historia era lo suficientemente buena, sobrevivía y regalaría más de estas al mundo hasta que los jueces decidieran que era tiempo de seleccionar a otros diez o hasta la natural muerte del joven. Si su último trabajo no los satisfacía, él moría. A estos seres no les importaba dejar al mundo sin historias durante un tiempo. Para ellos era lo mejor o nada. Siempre lo mejor o nada. 

     Se puso a pensar que era bueno a modo de intento para calmar sus alocados nervios. Se repitió en la cabeza que era el mejor, de los mejores en el universo entero. Ser el último concursante lo debía justificar de alguna manera, pero tras esos pensamientos en su cabeza, él sabía que no era así. No llevaba mucho tiempo escribiendo, la práctica era escasa, la teoría nula. Los inicios de sus cuentos tardaban en aparecer, sus personajes nunca tuvieron más de una dimensión, sus finales carecían de cualquier impacto para el lector. No entendía porque merecía estar ahí, tal vez nadie nunca lo haría, excepto los jueces, pero ellos no le dirían. Dejarían que él lo dijera todo en esa última historia.

     El primer juez a su izquierda levantó la mano. El escritor imaginó un mundo sin historias. El siguiente juez levantó la mano. La pluma latía con fuerza. Otra mano se levantó. El escritor imaginó un mundo donde todas las historias eran de él. La última mano del último juez se levantó. Un sereno "Érase una vez" se escribió en el pergamino con una pluma que latía y tinta roja, tan roja como la sangre de otros nueve jóvenes escritores. 
 

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