Lo despertó un fuerte ruido, como el estallido de un petardo o el azotón
de una puerta, pero Mikael supo instantemente que no se trataba de ninguno de
los dos. Ese no era otro que el sonido que su corazón generaba al presentir
otro imperio más caer. Aun acostado en su cama, vio las luces de los disturbios
y revolución entrar para la ventana para llegar a bailar hasta el techo del
cuarto. A juzgar por el nivel de bullicio proveniente del exterior, aun le
quedaban unas cuantas horas para actuar de manera calculada antes de que las
cosas escalaran a un punto extremista, al igual que lo había hecho en todas las
otras ocasiones, desde Persia hasta Britania. Tendría que salir en cuestión de
un par de horas de la ciudad. Con toda su experiencia acumulada, llegó a la
conclusión de que todos los imperios, por más gloriosos que fueran, estaban hechos,
en su núcleo, de piedra y cuerpos, los cuales siempre caían de una manera muy
similar, y era mucho menos tedioso ver esto pasar desde fuera que estando al centro
del suceso. Sin negarse a sí mismo la pereza que la situación le inspiraba,
repasó en su cabeza el plan de acción a tomar. Preparándose para sentir la
antigua memoria muscular activarse, otro instinto más reciente se apoderó de él
y estiró su brazo al otro lado de la cama para alcanza a su querida Esther
quien no se encontraba ahí. Con el quiebre de un profundo sudor frio en su
frente, todo plan o prioridad que hubiera tenido se borró dejando su mente
totalmente en blanco unos segundos para luego ser invadida por un único
pensamiento. Debía encontrar a su amada, pues tal vez él no corría ningún
peligro, pero ella los corría todos.
Salió corriendo a la calle. El
escenario ahí era un poco caótico, pero aún conservaba cierta consistencia; Las
personas que se apresuraban por las calles iban en una sola dirección, ya se
escuchaban gritos adornar el aire, pero aún eran distinguibles como voces
individuales, varías prendas y artículos personales se esparcían por el suelo,
sin embargo no había señales obvias de saqueo. Mikael se quedó plantado unos
minutos inspeccionando con cuidado cada persona que pasaba huyendo a su lado en
busca de Esther. Escuchó con atención todos los gritos intentando captar su
peculiar timbre. Giró en su lugar un par de veces con la vista fija al suelo y
saltando entre cada objeto que ahí estaba hasta que un brillo captó su
atención. Una bufanda dorada, un regalo entregado de él para ella, yacía
extendida sobre la tierra unas dos calles delante de él. Mikael hundió su cara
en la tela e inhaló profundamente. Entre el olor a tierra combinado con humo,
tintes de olor a esencias de jazmín persistían. El aroma favorito de ella.
Cuando levantó la mirada, siguiendo la línea de construcciones a lo
largo de la calle, pudo ver el palacio del emperador. Sus gigantescas paredes,
que bajo otras circunstancias eran inmaculadamente blancas, en este momento se
pintaban de la luz naranja de las llamas que poco a poco iban consumiendo las otras
edificaciones, sirviendo como una especie de proyección de sus alrededores.
Era simple lógica asumir que su ubicación general se encontraba en esa
dirección. El palacio estaba sumamente resguardado, sus puertas firmemente
cerradas y, además, el emperador, su padre, vivía ahí.
Indudablemente ver al
hombre quien le arrebató su pequeña hija
y heredera tocar la puerta principal no iba a ser nada del gusto del soberano.
En lugar de esa opción, optó en escabullirse por uno de los ductos de drenaje
al lado del palacio que llevaban a la biblioteca del lugar. Se arrastró con
rodillas y codos hasta toparse con una pequeña rendija desde la cual se
filtraban tenues rayos de luz. Salió a la espalda de un gran librero, lo rodeo
para salir hasta el centro de la habitación. Una única mesa vacía estaba ahí,
sobre ella un gigantesco candelabro que se balanceaba lentamente de lado a lado
con la mayoría de sus velas apagadas, en todo el alrededor se alzaban enormes
libreros en los cuales los libros se apretujaban para caber dentro de ellos.
Aquí, con este mismo escenario, fue en donde conoció a Esther.
Mikael había llegado a los
terrenos del emperador hace ya unos años. Sus guardias lo encontraron
mendigando en las calles. Lo arrestaron culpándolo de presencia indecente, o
tal vez para divertirse a expensas de un humilde viajero mal aventurado. Esa
misma noche, en su celda, mientras dormía por primera vez bajo un techo formal,
Mikael escuchó llegar a los guardias que lo capturaron al pasillo de las
celdas. Asomó la cabeza entre los barrotes para mirarlos con más cuidado. Al
pasar debajo de la única ventana que el pasillo tenía, un rayo de luz de luna
iluminó sus uniformes. En ese momento, él pudo ver una insignia que reconoció
de siglos atrás.
-Una pregunta, si ustedes me lo permiten.
Le dijo a los guardias, quienes
apresurando un poco el paso se dirigieron hasta su celda. Conforme se fueron
alejando del claro de luna, sus rasgos se fueron perdieron. Fue hasta que
estuvieron justo a su frente, cuando Mikael logró ver la sorpresa en sus caras.
-Ese dialecto – dijo uno de
ellos, colocando la punta de su arma fuertemente contra el suelo – pocos lo
conocen y está prohibido para la gente común que lo habla. Solamente los
miembros de la guardia lo podemos utilizar. Sin mencionar, claro, al emperador
y su linaje. ¿Cómo es que tú, un extranjero, lo conoce?
-Disculpen mi osadía, pero es el único dialecto que relaciono con el
símbolo que ustedes portan en sus uniformes.
Ambos se dirigieron la misma mirada al mismo tiempo.
Diversos personajes fueron a visitarlo para cuestionarlo en diferentes
tópicos, todos hablando el mismo dialecto que él creyó era el único en ese
lugar y portando en diferentes partes de sus vestimentas alguna variación del
mismo símbolo que los guardias. Esto transcurrió durante días hasta que alguien
de ellos, acompañado por aquellos dos guardias, lo sacaron de la celda para
llevarlo al palacio. Ahí, tuvo una audiencia con el emperador.
-Dicen mis hombres que sabes
mucho a cerca de mi historia y linaje para ser un extranjero.
Le dijo desde su trono,
estático, sin mover ni una sola parte de su cuerpo más que sus labios.
-Señor, si me permite
explicarlo.
-¿Cuál es el platillo
tradicional de mi familia? – Le preguntó a Mikael sin dejarlo continuar.
-El pie de moras silvestres
mixtas, señor. Eso es lo que representa, de una manera un poco rudimentaria, el
símbolo que portan todos sus servidores.
A partir de ese momento, Mikael
fue nombrado el historiador oficial del imperio. Su lugar de trabajo se
limitaba a la librería, en donde revisaba todos los documentos históricos para
poder avalarlos o corregirlos. Fue ahí, después de un día largo, en el que
Esther entró por la puerta del lugar, cerrándola fuertemente detrás de ella.
Tenía una sonrisa en su cara, como la que un niño tiene al darse cuenta que
encontró el escondite perfecto después de haber realizado la travesura
perfecta. En su mirada, Mikael detectó el resplandor de inocencia, curiosidad y
algo más que hasta la fecha no ha logrado definir. Se sentaron en la misa los
dos donde él fue cuestionado de una manera única por ella. Las preguntas iban
aumentando en dificultad y en qué tan específicas fueran. Ninguno de los dos
dejó de sonreír todo el día.
Un único pasillo interior
conectaba la biblioteca con la sala del trono. Grandes puertas de madera
posicionadas a todo lo largo de ese pasillo llevaban a las otras cámaras del
palacio. Fue de una de ellas de las que un guardia salió y disparó al instante
en el que vio a Mikael. El proyectil se plantó en la parte trasera de su muslo.
Su pierna vaciló unos segundos, estando a punto de caer, pero él apresuró el
paso lo más que pudo. Extrañaba las flechas, eran mucho más fáciles de extraer
que esta nueva especie de proyectiles.
Al alcanzar la puerta al otro
extremo, la cerró sin voltear a ver a la persona que continuaba disparando
detrás de él. Rodeó el trono lentamente, sostenido su muslo con una mano. Asomó
en la esquina del trono para ver al emperador sentado ahí inmóvil. El charco de
sangre no llegaba muy lejos del cuerpo, pero era lo suficiente para ponerlo a
dudar si aún tenía vida. Con unos segundos más de atención, logró ver como el
pecho del emperador se hinchaba arrítmicamente.
-Señor- le dijo Mikael poniendo
una mano sobre su hombro- Su hija, no está conmigo. Su vida corre grave peligro
si no la encuentro antes de que la situación crezca más.
El emperador abrió lentamente
sus párpados, dedicándole una mirada larga, como juzgándolo de algo o de todo.
Lo que fuera, él no sería capaz de objetar. Su mano se levantó para apuntar con
un solo dedo a la puerta principal, de donde vino el sonido de un fuerte golpe.
Las barreras de madera que la resguardaban se movieron en ritmo conforme los
estrellones fueron aumentando en frecuencia hasta que por fin cedieron y la
puerta azotó abierta. Por ella entró Esther, con una antorcha en mano,
encabezando a todos los demás de la horda. En sus ojos, Mikael pudo ver
aquellos brillos de inocencia, curiosidad y de lo que nunca pudo nombrar hasta
este preciso momento, en el que supo que era eran resplandor del bullicio y la revolución.
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