lunes, 12 de octubre de 2015

Viaje

     



     Escuchamos el rugido y volteamos todas nuestras miradas hacia su aparente punto de origen: Unas altas montañas sin faldas que se pudieran apreciar a la distancia que nos encontrábamos de ellas, haciéndolas parece más una gigantesca muralla que formaciones rocosas naturales. Soltamos las herramientas que cargábamos en todas nuestras manos. Más como en un evento pre-programado que en reacción de sorpresa. Inclusive la primera vez que escuchamos aquel rugir, hace ya tantos soles y lunas, hicimos exactamente lo mismo y empezamos a caminar en dirección contraria a su origen, justo como lo hacemos en este momento. Limpiamos el sudor de nuestras frentes con las extremidades ahora libres de acero y labor La llanura recién cortada nos acaricia y refresca mientras la recorremos y buscamos su salida. 

     Pronto dejamos atrás nuestra área de trabajo, limitada por un letrero que lee

"Aquí empieza el jardín de la sobre crecida locura, aradlo"

     Cuando llegamos por primera vez a esta tierra la maleza en el jardín se alzaba tanto que lo hacía parecer más bosque. Con tan solo dar un paso en su interior el día más brillante se podía convertir en la noche más obscura. Una inexplicable tristeza nos invadió al ver el lugar en ese estado tan deplorable. No pudimos resistir la urgencia de ver el letrero más como una súplica que como una instrucción y empezamos a arar. Primero usando nuestras manos desnudas. La flora no se rendía fácilmente, luchaba de vuelta por su vida y nuestras manos sangrantes estuvieron a punto de regalarles la victoria. En el punto de quiebre encontramos en el suelo, mientras fuimos ganándole terreno al jardín con un ritmo mucho más lento del con el que empezamos, la primera herramienta. Pronto otros descubrimientos similares le siguieron el paso. Con hoces, tijeras, guadañas, palas y machetes encontramos energías renovadas para seguir con nuestra misión. Con su ayuda logramos que el lugar volviera a una gloria pasada, muy probablemente olvidada. Hasta este mismo día hemos hecho lo posible para mantener el jardín de la sobre crecida locura lejos de ese melancólico estado en el que lo vimos por primera vez. 

     Nuestro peregrinaje nos lleva desde el fin del jardín hasta en medio de las dunas amarillas. Sus arenas densas, de granos grandes y filosos se incrustaban en nuestros pies más y más con cada paso que dábamos hacia nuestro destino. En nuestra mente no era más que un barato peaje a pagar, teniendo en cuenta que esto era descanso a comparación del exigente trabajo del jardín. Cuando la salida del desierto por fin se abría en el horizonte, llegó a nosotros un segundo bestial grito. Su estruendo y vigorosidad nos hizo creer aun estar arando el lugar desde done empezamos el viaje, justo como si no hubiéramos recorrido ni una sola de las decenas de kilómetros que hasta ahorita teníamos plena seguridad de haber recorrido. Nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor por una fracción de segundo, solo para apresurar el paso después. 

     Sin verdaderamente alcanzar ningún tipo de trote, salimos del desierto para ser recibidos por el arco de piedra, el punto de inicio de nuestro destino. Un soplido desde nuestras espaldas se aproximaba, corrimos para alcanzar a tocar el arco evitando que se convirtiera en más que eso. Sin absolutamente nada a sus costados, pasamos por el centro de la edificación. Del otro lado se extendía más allá de la capacidad visual un cementerio. No poblado por lápidas o criptas, si no por enormes cadáveres extendidos. Cada uno en diferentes niveles de descomposición, algunos cuerpos completos, otros solamente secciones aleatorias de ellos y todos decapitados. Caminamos entre ellos sin importar el hedor acumulado creado por los cuerpos sin vida. Encontramos el indicado, lo único restante de él siendo su caja torácica, tendida sobre lo que debió ser la espalda en vida y casi toda cubierta por tejido putrefacto con excepción de las puntas de las costillas, dejando colar un poco de luz a su interior. Entramos por el agujero de la tráquea. Alzamos nuestras manos dentro de la bestia. Tocamos sus entrañas y cerramos el puño tomando un poco de la carne. La introducimos en nuestras bocas y, mientras masticamos, lentamente el rugido se vuelve a escuchar. Ya no cerca, pero dentro de nosotros. Dentro de mi.